Los historiadores y los científicos sociales están fascinados
desde hace mucho tiempo por las diferencias que siempre
ha habido entre los países en lo que se refiere a su ritmo de
crecimiento económico. Algunas de las primeras teorías
hacían hincapié en el clima, señalando que todos los países
avanzados se encuentran en la zona templada de la tierra.
Otros destacaban la importancia de la costumbre, la cultu-
ra o la religión como factores clave. Max Webcr puso el
énfasis en la «ética protestante» como fuerza motriz del ca-
pitalismo. En una época más reciente. Mancur Olson ha
afirmado que los países empiezan a caer en declive cuando
su estructura de decisión se torna quebradiza y cuando los
grupos de intereses o las oligarquías impiden el cambio so-
cial y económico.
No hay duda de que todas estas teorías tienen una cierta
validez en una determinada época y lugar, pero dejan mu-
cho que desear como explicaciones universales del desa-
rrollo económico.
La teoría de Weber no explica por qué la
cuna de la civilización fueron el Oriente Próximo y Grecia,
mientras los pueblos europeos que iban a dominar más
tarde el mundo vivían en cuevas, adoraban a los gnomos y
llevaban pieles de osos. ¿Dónde está la ética protestante en
una brillante fábrica japonesa en la que los trabajadores
reúnen a rendir homenaje a Buda? ¿Cómo explicar el he-
cho de que un país como Japón, que tiene una rígida es-
truelura social y poderosos grupos de presión cu numero-
sos sectores, se haya convertido en la economía más pro-
ductiva del mundo?
Para comprender la diversidad de experiencias econó-
micas, debe recurrirse a explicaciones más amplias.
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